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Colaboración: 525.000 minutos de locura

Angelina Jolie, en 'Inocencia interrumpida'
Angelina Jolie, en 'Inocencia interrumpida'
Por Sergio Berrocal *

Corremos toda la vida de nuestros miedos. Y como el cine es la caja de todas las Pandoras, los más sensibles evitamos las películas donde las tinieblas son casi infantiles. Sobre todo cuando puedes tropezarte con esa locura a la que todos tememos como al primer recuerdo por su enorme sinsentido.

A veces también huimos de recuerdos que pueden parecer por momentos enajenantes y evitamos las carrasperas del alma. Pertenezco a esa multitud de espectadores y tengo temas tabús como el de la locura aunque la haya reinventado un hombre del Este llamado Milos Foreman y la interprete Jack Nicholson, o quizá sobre todo cuando es él, que nunca ha parecido estar en su santa cordura. Pero llegas a meterte en  Alguien voló sobre el nido del cuco porque es la exaltación del triunfo de la sinrazón de gente a la que sus ideas o su falta de ideas han hecho que las retiren, lejos de los demás. Pero ni cuando la simpatía y la sonrisa fácil se meten por medio, como en Arsénico y encaje antiguo te sientes a salvo. Y si no estamos seguros de poder escapar a esos estigmas que el cine nos ha presentado desde "El gabinete del Doctor Caligari" hasta la mismísima "Inocencia interrumpida" es porque la locura es la maldición, la peste moderna que nos asusta aunque sea sentados en una butaca delante de un lienzo blanco. Siempre temes, has temido o temerás que esa demencia cinematográfica, que pese a ello no deja de ser repulsiva, incomprensible y fea, te alcance un día, una tarde, una noche cuando no hayas buscado refugio en la sala de todos los horrores.

No soy una excepción. Augusto Roa Bastos decía que escribía para evitar que el miedo de la muerte se agregue al miedo de la vida. Y la locura forma parte de la vida, de la que todos vivimos, y no hay vacunas para evitarla.

Una malísima mañana he visto cómo la locura, en forma de encefalopatía, una de sus truculencias más radicales, se bajaba de la pantalla y se metía en mi dormitorio, silenciosamente, sin aspavientos, como sin duda les ocurre a miles de personas en cualquier rincón del mundo. Pero como no nos gusta enseñar a nadie nuestras debilidades, nuestros horrores, los ocultamos y tratamos de banalizarlos. Pero eso dura un tiempo. Ya luego es imposible. Mi problema es que yo ejerzo la profesión de cuentista y considero que la experiencia tiene que ser transmitida, comunicada para que sirva a los demás. Pero durante un momento te frena el que dirán, auténtico cáncer invasor de nuestra sociedad. Y el tiempo pasa y se te van cayendo las máscaras que te pones para las visitas, los familiares, los malparidos y los nefastos curiosos ingenuos. Y te das cuenta de que no te queda más remedio que seguir adelante con esa representación de la locura por ráfagas y que nunca tendrás la posibilidad de pronunciar la palabra mágica “¡Corten!” para que la realidad se transforme en pura ficción que puedes dominar con sólo salirte de la sala.

“Vas a sufrir la crisis totalmente consciente. Y no me cuentes que sabrás mantener la calma ante tanta ignominia. Porque el ser que tú quieres, con el que habías trazado una pista a través de la vida de todos los días, no puede defenderse ni responder a tu espera, salvo en momentos raros y agradables que pueden llegar a ser gloriosos. Resígnate por adelantado. Se acabaron los caminos de rosas y no te lleves las manos a la cabeza con lo que te cuente.. Estoy agotado y el día apenas ha empezado. El amoníaco (desencadenante de las crisis de encefalopatía, protagonista de la locura), ese querido NH3 hace subir el termómetro de mi amargura. Leo con infinita sorpresa que además de martirizar a la gente tiene otras funciones como la fabricación de textiles, abonos, papel, alimentos y bebidas (¿estará en el güisqui también?). Una alegría para mi cuerpo serrano gordo y hastiado de vivir políticamente correcto…

Mañana tenemos que volver a Málaga para que Tina se someta a una prueba más de las decenas que ya le han hecho y ver a la psicóloga que le “asiste” ante la posibilidad de que le hagan un trasplante de hígado salvador. Tendré que poner buena cara porque odio a los psiquiatras y detesto a los psicólogos, pandilla de depredadores del alma que darían su vida por una buena depresión acompañada de complejo de Edipo e incesto cerebral. Conocí a uno, gran profesor en los hospitales de París, al que tuve que consultar en un momento de mi vida, cuando un coche animado de las peores intenciones me hizo caer en la melancolía infinita de la desesperanza. Vivía en un lujoso  piso de la Puerta de Saint Cloud, en el París elegantemente discreto. No terminamos a bofetadas porque, en el fondo, pese a nuestros odios estoy seguro de que él me detestaba tanto o más que yo a él, éramos gente repelentemente bien educada. Eso sí, aquellas sesiones concluyeron como tenían que terminar, como el rosario de la aurora, aunque les confieso que no tengo la más repajolera idea de cómo se acabó esa procesión. Al final de una consulta más estresante que otras, lo saqué de sus casillas y haciendo un esfuerzo para mostrarse sumamente desagradable, lo cual, me consta, le costó lo que no está escrito porque sus genes eran políticamente correctos, me soltó: “Dice usted que cree en Dios. Pues arréglese con él. Yo no puedo hacer nada más”. Les cuento esto porque me distrae y porque no me quiero apartar del ordenador para encontrarme con no sé qué sorpresa en la cocina. Hace mucho calor y al infame amoníaco le gustan los días calurosos y a lo loco. Pero ya les he dicho que mañana volvemos a Málaga en busca de otra prueba. No creo en nada de lo que le hacen. Me parece pura falacia, cuento chino del bueno, del que tiene copyright y copia depositada en la sociedad de autores. Mi confianza en los médicos no tiene más límites que los de mi propia  desconfianza en los médicos malos. A esta desconfianza sin límites tal vez haya contribuido este cartelito que he visto en un consultorio del Hospital Carlos Haya de Málaga: “No llamen a esta puerta porque no vamos a abrir”. Chulería que yo le haría tragar a su autor. Claro que la advertencia está justo al lado de la consulta psiquiátrica. Seguro que tiene que ver con la aberrante prohibición. Nuevo brote (de la locura llamada  encefalopatía) justo en el momento de una consulta ginecológica, porque sería inconcebible que te salvaran la vida con un trasplante si tus trompas no están limpias. Quel horreur, mon Dieu!. No entiendo tanta insensible estupidez. Estoy cada rato más agotado. Mastico los ansiolíticos en espera de que llegue la bendita noche para que un comprimido, y hasta dos, de Stilnox 10 me suman en el olvido por unas horas, hasta que nazca un nuevo día con sus sorpresas.

La ginecóloga, una veinteañera apenas estrenada de ojos verdes, se ha mostrado muy satisfecha de análisis hechos no sé cuando, pero hace tiempo. Nos ha hecho venir simplemente para decirnos eso. Pero cuando le refiero que su paciente está medio loca de encefalopatía esperando un hígado prestado y le insisto en que la tuvieron asustada, aterrorizada por una mamografía hecha mal y peor interpretada donde asomaba la amenaza del cáncer, acusa el golpe con una sonrisa. Se nota que la muchacha ha llegado a esta sonrisa sin haber tenido que pagar todavía el peaje de la inocencia perdida y del sufrimiento encontrado”.

(Extracto de “Locura de desamor”, www.publibook.com).

Llegan las reacciones a mi ensayo sobre la locura provocada por la encefalopatía. La mayoría favorables, pero algunas con retintín: “Me ha encantado pero me he sentido fatal después de leerlo”. Y no te queda más remedio que contestar: “Tú te has sentido mal durante 74 páginas, apenas un par de horas. Yo me he sentido morir durante 525.000 minutos. Y todavía no he levantado cabeza”.

(*): Sergio Berrocal es periodista, escritor y cinéfilo. Ha trabajado durante cuarenta años para la Agencia France Presse. Su último libro publicado es "Locura de desamor".