Colaboración: El ascensor mágico de La Habana

El Hotel Nacional, en La Habana
Por Sergio Berrocal

Juro que ningún malévolo sultán, que hoy sería un banquero, porque los señores inmensamente ricos de las babuchas y de los turbantes se extinguieron con nuestros cuentos infantiles, me ha obligado a contar cosas. Que ninguno de ellos me ha amenazado con cortarme la cabeza como a las pobrecitas esclavas de aquellas luengas mil y una noches que además de guapísimas de la muerte tenían que desbordar de talento para contar historias al amo si querían seguir teniendo cabeza que cubrir como manda la religión.

De esas terroríficas “Mil y una noche” nació la expresión, algo adulterada,  de perder la cabeza por una mujer.

Yo perdí de vista hace años a un ascensorista en el Hotel Nacional de La Habana, que en aquel año de gracia de 1993 conducía uno de los maravillosos ascensores de origen norteamericano que con reja y una monumental palanca de cobre pulido que sólo él podía manejar te llevaba a la aventura de los pisos.

El interior del ascensor parecía el puente de mando del capitán Nemo, el mandamás del Nautilus inventado por Julio Verne.

Podías soñar incluso durante el trayecto, lentamente agradable.

Fue la noche del triunfo de “Fresa y chocolate”, el regalo que Fidel Castro, por medio de su amigo Guevara, hacía a todos los homosexuales de Cuba, que hasta entonces habían padecido por ser diferentes.

Regresé al hotel absolutamente entusiasmado y antes de subir a mi habitación me tomé un helado de fresa y chocolate ante las cachondas mirada de una jinetera. Ah, olvidaba decirles que en aquellos tiempos todavía quedaban jineteras de a pie.

Bueno, me han contado que ahora esas muchachas que tan felices nos hacían sólo con su presencia a los que acudíamos al Festival de Cine Latinoamericano se manejan por teléfono y ya ni te esperan en la calle.

Aunque es cierto que eran capaces de dar más felicidad, ya dependía de las necesidades de cada cual.

Aquella noche, ebrio de entusiasmo, me senté junto a una de ellas en un bar del hotel y ante el asombro del camarero pedí mi helado.

Ahora creo que aquí tocaría que yo hiciese una confesión.

Mi entusiasmo por el triunfo de la película y el reconocimiento de la homosexualidad como algo natural, nada tenía que ver con mi opción sexual.

La primera vez que llegué a París vuelta de Cuba, 1985, mis compañeros me pidieron que les enseñara el carné del partido comunista. Todo porque mis crónicas sobre aquel Festival chorreaban entusiasmo, el mismo que yo había sentido.

Y se me quedó la etiqueta, que luego, ya en España, transformaron en “amigo de la dictadura familial de los Castro”.

De paso, la editorial que ”descubrió” que yo había firmado una carta a favor de que Estados Unidos dejase en paz a  Cuba, desistió de publicar un libro mío.

Pero durante todos estos años, mi mejor recuerdo ha sido el del ascensor.

Aquella noche embarqué un poquito contento y no solamente por el fresa y chocolate que acababa de degustar.

Era muy tarde, incluso para La Habana, y al poco de embarcar, aquel artilugio maravilloso se paró en seco.

Todavía veíamos por la reja el vestíbulo.

Entonces, mi ascensorista se volvió hacia mí y me dijo que había que tener paciencia. Que cuando aquel bicho capitalista se paraba había para rato.

Al pánico sucedió la euforia y decidí que nadie, ni los norteamericanos, iban a estropearme la celebración de aquella noche luminosa.

A través de la reja, como una prisión dorada, como una jaula, llamamos a otro mozo que acudió rápido presto.

Le pedí un par de ron con mucho hielo  y a medida que el ascensor seguía embarrancado, el ascensorista y yo charlábamos ayudados por los vasos que sus compañeros no paraban de renovarnos a través de la reja.

Al cabo de dos horas y un cierto número de agradables copas, aquel mozo del Nacional me hizo un análisis de “Fresa y chocolate” que, desde luego, no encontré al día siguiente en las páginas de “Granma”.

Confieso que algo de surrealista tenía aquella pequeña aventura mía en un ascensor del Nacional.

La verdad, o la mentira, que es lo que siempre da más juego, es que eran tiempos de surrealismo en una Habana que se prestaba a ello.

Echo mano a mi librito “Cuba, Revolución y dólares”, y me encuentro con otro pedazo de surrealismo.

A finales de 1995, cuando Cuba se disponía a entrar en el trigésimo Séptimo año de la Revolución, el XVII Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano iba a innovar en sus esfuerzos de factor político y diplomático.

Por primera vez en la historia, los organizadores del festival pedían a la Iglesia Católica, cuyas relaciones con el gobierno no son excelentes, que celebrase una misa,  inscrita como otra actividad cualquiera en el programa festivalero.

Ante  la  sorpresa  de  nacionales  y  foráneos,  el presidente del Festival, miembro destacado del Comité Central del PC y amigo íntimo de Fidel Castro, Alfredo Guevara, presidía la ceremonia religiosa que se celebraba el 7 de diciembre de 1995 en la parroquia de San Agustín en la barriada habanera de Marianao.

Pero  si  la  misa  constituía  ya  una  sorpresa en sí,  el  oficiante, Monseñor Carlos Manuel de Céspedes García-Menocal, cubano ilustre por su ascendencia y vicario episcopal, iba a ampliarla al pronunciar una homilía que que había sonado como una invocación a esa tolerancia proclamada dos anos atrás por la película « Fresa y chocolate ».

Unos días más tarde, en la misma barriada de Marianao.

Estamos en una pequeña capilla donde cien lugareños, viejos y jóvenes,  ocupan los bancos de la iglesia bautista de Ebenezer.

Sólo hay cuatro forasteros, un periodista que se ha enterado casualmente, Alfredo Guevara y dos personas que le acompañan.

Esta misa ecuménica tiene lugar a pedido del Festival del Nuevo Cine latinoamericano. Es el tercer acto religioso que se celebra en estos días, ya que después de la misa católica, un rabino de La Habana tomó la iniciativa de una celebración en su sinagoga.

Pero la de esta noche es sin lugar a dudas la más singular. El oficiante es un hombre de sesenta años de edad, de apariencia insignificante y con enormes gafas.

En la puerta del templo, comida por la oscuridad debido a los apagones que conoce todo el país en este período especial de crisis económica, el pastor protestante que acaba de oficiar, el reverendo Raúl Suárez, vestido con guayabera  blanca,  despide  efusivamente  a  Alfredo Guevara.

Son viejos amigos.

Como Alfredo, el reverendo Suárez es diputado de la Asamblea Nacional del Poder Popular, el Parlamento cubano.

Ya les contaré otro día, o quizá en otra vida, cómo terminó mi aventura en aquel ascensor del Nacional que nunca olvidaré.

(*): Sergio Berrocal es periodista y crítico de cine. Su último libro, recién publicado, se titula "Calle Falange Española"

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