Colaboración: Los ojitos invisibles de Elizabeth Taylor

Elizabeth Taylor
Por Sergio Berrocal

Hay gente que no se te va nunca de la memoria. Como Umberto, alto, con abundante cabellera blanca, entrañable por su amor por los libros, que en un momento dado contribuyó a la leyenda de los ojos de Elizabeth Taylor. Umberto, además de argentino de la provincia de Córdoba, lo que equivalía para él a lucir en la solapa las insignias de la Legión de Honor, era un excelente periodista con el descaro de los mejores.

Escribía de lo que le echaran y siempre con el mismo acierto.

Decía, con toda la natural modestia de un argentino, que escribir no es más que juntar palabras alrededor de una idea.

La dificultad, reconocía en sus buenos momentos, es que, además, era indispensable tener gracia y acertar. Como en el amor, agregaba con su voz cascada.

Y a él le sobraba gracia y arrojo. Y en cuanto al amor…

Era una tarde de 1985, seguramente una tarde de domingo, que son las peores para un editor de agencia de prensa internacional, que en lugar de estar en la playa tiene que dar de comer a los cientos de periódicos que en parte considerable dependen de él para componer su paginación.

El Festival de Cine norteamericano de Deauville, un invento de Hollywood para hacer más apetecible su mercancía y vender de paso unos cuantos millones de entradas más en Europa, estaba que ardía.

Les había llegado Cleopatra para promocionar una película o simplemente para sonreír a los muchachos de las cámaras que empaquetaban en sus carretes de Rollei todo cuanto se les ponía a tiro.

Con cincuenta años y pico vestidos de un traje de Chanel que le caía como si la mismísima propietaria de la casa de costura se lo hubiese cosido al cuerpo, Elizabeth Taylor, la de los ojos color violeta, estaba preparada para su paseo de la tarde.

En París, a doscientos kilómetros de las playas más literarias del mundo, donde los personajes de Proust siguen paseando por la arena, yo trataba de componer una página de espectáculos para los hambrientos diarios, radios y televisiones que me esperaban en América Latina y España.

Eran domingos casi sin información, de esos en que no te importaría inventarlas para darle una alegría al locutor de turno en una emisora perdida en el Altiplano o en Bogotá.

Diez segundos después de que la imagen de la bella Elizabeth Taylor me pasara por la cabeza estaba llamando a nuestro enviado especial en Deauville, el don juan Umberto, que sabía conquistar a una dama a la par que se le daba muy bien escribir. Y todo al mismo tiempo y con la mano libre.

- Necesito que antes de hora y media me des material, por lo menos 700 palabras.

- Pero si ya hemos hablado de todo lo que hay o habrá en el festival…

- Los clientes no lo saben y no creo que les importara…

- Pero, ¿de qué quieres que hable? Y no me digas que de Elizabeth Taylor porque ya he mandado por lo menos seis notas sobre ella.

- Bueno, no sé. Oye, ¿has oído decir que esta mujer tiene la particularidad de poseer ojos color violeta?

- Claro que lo he oído pero debe de ser una majadería.

- Pues vete a mirarle los ojos y me llamas…

Al cabo de un rato, el paciente e impasible Umberto, que ya veía hundido su plan conquistador de la noche por culpa mía, estaba otra vez al teléfono:

- ¿Has comprobado si tiene los ojos color violeta?

- ¡Estás loco! Cada vez que me la cruzo lleva gafas oscuras. Además, para asegurarme del color tendría que retreparla en un sillón de oftalmólogo. ¡Pero si vieras sus muslos! Esta mañana la encontré en la playa. Son un poema. Si quieres que te escriba sobre ellos…

-  Ni hablar. Lo que quiero, pero ya, es que dentro de una hora me mandes 700/800 palabras contándome todo lo que puedas imaginar sobre el color de sus ojos.

- Pero…

Umberto sabía que había perdido la batalla y ante que tener que anular su cita de la noche era capaz de cualquier cosa.

A la hora fijada –en las agencias internacionales los horarios son sagrados—la crónica pedida estaba en mi pantalla.

Nunca le pregunté cómo había hecho para ver los ojos de Elizabeth Taylor y tan de cerca. Y si los vio. Su nota era de rechupete y al día siguiente abría la sección de Cine de por lo menos quince diarios de América Latina.

Los lectores supieron aquel día todo lo que cabía sobre los ojos más misteriosos del mundo, aunque entonces ni nos habíamos percatado de que aquella particular pigmentación se debía a una enfermedad.

Cuando lo pienso, y cada día más, me doy cuenta de lo injusto que fui con Umberto. Claro que tendría que haberlo dejado hablarme de los muslos de Elizabeth Taylor.

El pintor Renoir los veneraba, aunque lo que él pintaba en realidad eran cuisses y no muslos. La diferencia es que en francés son del género femenino y en español parece que estamos hablando de la anatomía de un camionero.

Con el paso de los años, he llegado a la conclusión de que hay más sensualidad en los muslos de una mujer que en todo un strip tease de la más avezada especialista en la materia.

Los muslos de una mujer son la central de todas las emociones.

Acogen al niño pequeño, lo hacer bailar, calman su dolor, sus penas, sus angustias.

Otras veces el elegido ya es mayorcito. Pone la cabeza en ellos, con la confianza de un recién nacido. Y recibe el mismo bálsamo para las penas, para las angustias.

Los muslos de las mujeres son el último reducto antes del infinito.

Un lugar siempre oculto, escondido, incluso por la falda más mini, donde se guarda y se oculta con deber de eunuco el supremo cariño que consuela de todo con la bendición de la sensualidad.

Y los muslos de Elizabeth Taylor eran tan bonitos como muchos de los que plasmó Renoir en algunos de sus cuadros que siempre me han parecido a punto de descolgarse de la pared y sentarse en mi sofá rojo.

(*): Cronista de cosas, Sergio Berrocal es autor de "Mujeres en Technicolor".

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