Colaboración: Juan Ramón Jiménez y María Montez

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María Montez
María Montez
Por Sergio Berrocal *

En 1956 le otorgaban el Nobel de Literatura a Juan Ramón Jiménez, uno de los más maravillosos poetas del mundo, español casi olvidado por sus propios compatriotas, que sólo tienen ojos para poetas menores y pintores políticamente correctos. Cinco años antes, mientras tomaba un baño, fallecía en París la actriz dominicana María Montez, belleza bruta como algunas esmeraldas dicen que son, derroche de glamour en tiempos de veda de sexo.

"Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro".

Juan Ramón, el poeta asesinado por la tristeza a los 77 años de edad, en un Puerto Rico amable pero lejos de su amado y andaluz pueblo de Moguer, escribió esas palabras tan bellas hablando de su burrito, Platero.

Pero como estaba loco, porque el dolor de toda una vida pasa factura, podría habérselas aplicado a María Montez.

En mi delirio tremendista y a veces alcoholizado imagino que el poeta de barba negra como un Landru venido a más pudo haber conocido y, por qué no, amado a esa dominicana de corte internacional, anegada en un baño caliente, como se moría en otros tiempos.

Porque está claro que en este espantoso siglo XXI nadie puede morirse en una bañera perfumada. La gente recurre a la ducha de la vergüenza, como un descarriado mendigo de París a la ducha municipal.

Se acabaron los baños y, lo peor, se acabaron los poetas. Los que sobrevivieron a Juan Ramón Jiménez ni siquiera tuvieron la decencia de morir como María Montez.

("Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos… Tiene acero. Acero y plata de luna, al mismo tiempo… Sí. Ya sé que, a la caída de la tarde, cuando, entre las oropéndolas y los azahares, llego, lento y pensativo, por el naranjal solitario, el pino que arrulla tu muerte, tú, Platero, feliz en tu prado de rosas eternas, me verás detenerme ante los lirios amarillos que ha brotado tu descompuesto corazón").


Tendría gracia que aquella escultural María Montez (inscrita en el Registro Civil de Barahona, Republica Dominicana, con el sonoro y pretencioso nombre de María Africa Gracia Vidal de Santo Silas) hubiese leído "Platero y yo".

La verdad es que son prejuicios de otros tiempos aunque, bueno…

Dicen sus cronistas particulares que viéndose en la película "Las mil y una noches" (1942, John Rawlins, junto al mítico Sabú) la estrella no pudo contener a su ego, y le gritó a la pantalla blanca donde se proyectaba: "Luzco tan hermosa que contemplar mi imagen me estremece de placer". Y eso que sólo era dominicana. ¿Imaginan si hubiese sido argentina?.

Aunque en esa fácil relación entre la belleza y la estupidez uno se equivoca que da gusto.

Conocí a una actriz en el París de los sesenta (de esos años que no me saquen, que berreo) que se empeñó en enseñarme los rudimentos de la macroeconomía.

Y no le importaba que estuviésemos en la intimidad más íntima, en eso que los cursis llaman el séptimo cielo.

Ella, ante todo, tenía vocación de alfabetizadora. Era doctora en Ciencias Económicas por la Sorbonne.

Nos dejamos, se nos acabó el amor y yo no aprendí una palabra de economía.

Aquella escultural mujer, que había provocado un infarto cerebral en uno de los pocos machitos que andaban entonces a gatas por la monarquía británica, llegó a decirme que como amante me ponía un nueve pero que como alumno no más de un cero y por compasión, porque era cristiana de una iglesia redentora de no sé quién.

Me consolé como pude y me hice periodista, esa profesión de los desesperados de todas las desesperaciones que buscan en los llantos ajenos el pañuelo con que secar las lágrimas propias.

Y desde entonces también me han diagnosticado "síndrome de los ojos secos".

Pero insisto en los prejuicios.

Hace poco me encontré en el portal de mi casa a dos adorables misioneras de una secta religiosa. Yo iba cargado con bolsas de esas que han sido fabricadas para que se claven como los clavos de Cristo en las palmas de la mano y no estaba para milongas celestiales.

Con una tremebunda sonrisa, que sólo puede dar la fe en Jesús, me quisieron regalar una revista que no era Playboy y les dije que no.

- "Pero si es gratuita...".

- "Verá, señora, es que yo tengo un problema. No sé leer. Vamos, que soy analfabeto...".

Quedaron horrorizadas y, desde entonces, cuando me las tropiezo en la calle, cambian de acera rápidamente.

Finalmente, porque siempre hay un final en todas las historias, incluso en las más bellas, o sobre todo en las más bellas, Juan Ramón Jiménez murió en 1958 rabiando como un perro.

Como un Van Gogh cualquiera, salvo que él no tuvo la ocurrencia de cortarse una oreja. Ya se había cortado la vida dos años antes, justo cuando le llamaron por teléfono a Puerto Rico para decirle que le habían concedido el Nobel.

Para recibir tan bella llamada tenía a su lado a la mujer de su vida, Zenobia Campubí Aymar. La compañera de siempre estaba a punto de agonizar.

(*): Sergio Berrocal es periodista de toda la vida. Y cinéfilo desde antes de nacer. Este artículo pertenece a su nuevo libro, "Crónicas sin güisqui" (www.publibook.com)