Colaboración: Juan Ramón Jiménez, Campeón

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Escena de la película sobre JRJ estrenada el año pasado
Por Sergio Berrocal   

La vida tiene esas cosas raras. Hay gente, gente rara sin duda, que si no de qué, empeñada en que el poeta más grande que parió España, Juan Ramón Jiménez, no caiga de todo en el olvido y que todo el mundo siga sabiendo, y sobre todo la gente que va abriéndose a la vida, que fue el padre de aquel burrito Platero que llenó de alegría la literatura universal. El año pasado, se estrenó en unas pocas salas una modesta biopic hecha en su tierra, "La luz con el tiempo dentro", de Antonio Gonzalo, que casi nadie vio.

El ayuntamiento de su pueblo natal, Moguer, sur de España, está por lo visto dispuesto a que el año que viene no caiga en saco roto el centenario de su obra "Diario de un poeta recién casado" y que produzca un nuevo revuelo saludable a nivel internacional.

Y para que Platero, el burrito que todo querríamos haber tenido, siga trotando por la imaginación de todos como puerta abierta a la lectura de ese poeta que no tuvo parangón.

Cuando España entera se ha echado literalmente a la calle, se ha desgañitado hasta el amanecer para celebrar que el Real Madrid ha ganado la Copa de Europa, o, en fin, algo parecido, sería justo acordarse de un poeta muerto.

No olvidar que Juan Ramón Jiménez falleció el 29 de mayo de 1958 en San Juan de Puerto Rico, en el exilio más absoluto, con 77 años de edad.

Y recordar que la lectura no deja ciego a nadie más que a los que no leen, a los analfabetos pluriempleados.

No tengan miedo, que Platero no muerde. Si hasta han contado su historia en el cine…

Y no olvidar tampoco que Juan Ramón Jiménez ganó el Premio Nobel de Literatura en 1956. Y sé que era en una época rancia pero entonces el Nobel no se conseguía en los mercadillos de los pueblos y no se le concedía a cualquiera.

Vamos que la Copa de Europa que él gano valía por un Mundial de fútbol por lo menos.

Es cierto, no me atosiguen, que Juan Ramón Jiménez nunca se embolsó ochenta millones de euros en una temporada como algún que otro astro del fútbol. Y eso que él sabía hablar correctamente en español y no confundía las lenguas.

En Andalucía, este pedazo soleado de tierra mora en el sur de España, se asegura que hay gente que nace con estrella y otra estrellada.

Pero, eso sí, en España o eres futbolista o eres a lo sumo cocinero, de lo contrario no eres nadie y no vales más que para aplaudir a uno y a otro.

En España a casi nadie le interesa el talento y los escritores y toda esa gente de mal vivir es mirada de soslayo, A la gente lo que le gusta son los futbolistas, y se fija más bien en sus peinados, en una sonrisa que no se quitan ni para dormir y que parece salida de un "pub" de desempleados, en sus movimientos gráciles como los de esas chicas que venden sus atributos naturales o falsos en las revistas. Son mercenarios publicitarios. Hombres anuncio para lo que sea, él no tiene preferencias con tal de que le paguen bien. Es una persona que nació con estrella.

Si usted admira y venera, como se debe a Ramos o al portugués Cristiano Ronaldo no tiene por qué conocer a Juan Ramón Jiménez. Nació realmente estrellado. Tal vez no les sea familiar y en el fondo importa un pito. Porque si he escrito esta crónica es precisamente porque me temo que ya lo hayan metido en el desván de los olvidos, tal y como han hecho sus compatriotas. Aunque también es cierto que los españoles no se vuelven locos por la lectura. Editan muchos libros pero, según estadísticas, abren muy pocos de ellos.

Cuando Juan Ramón falleció en 1958 en un hospital de San Juan, amargado por la soledad del exilio, de la injusticia y de la tiranía de caciques, probablemente se diese cuenta de que toda su vida no había sido más que una lucha inútil contra la dificultad de sobrevivir cuando en lugar de darle afortunadas pataditas a un balón de cuero se tiene la majareta idea de escribir poesía. Se murió de asco en Puerto Rico a los 77 años de edad. Dos años antes recibía la noticia de que le habían concedido el Premio Nobel. Dicen que en ese momento en su rostro de judío errante apareció una mueca de dolor y se le escapó toda la desilusión del mundo en un apagado "¡Ahora!". Como todo en la vida, aquella máxima distinción, que entonces tenía el real valor de lo que era, le había llegado demasiado tarde. Su esposa Zenobia estaba agonizando.

Aunque algunos no recuerden a ese hombre puede ser que el título de "Platero y yo" les diga algo. Fue su libro-faro, el emblema de un poeta que buceó en todos los géneros y creó como alguien que sabe que su única posibilidad de seguir sintiéndose vivo es expresar sentimientos, chisporrotear palabras: "Me embriagan las niñas… semejan / florecientes abismos…". "Bandadas de mujeres desnudas van dejando / olor a sexo de alma por el aire violeta…". O en prosa: "La chiquilla del carbonero, bonita y sucia cual una moneda, bruñidos los negros ojos y reventando sangre los labios prietos entre la tizne, está a la puerta de la choza, sentada en una teja, durmiendo al hermanito".

La suya fue una desenfrenada carrera para dejar una obra en verso y prosa que pocos autores han reunido mientras la locura lo arrinconaba en sus más negras e intrincadas madrigueras. Era hipocondríaco, tan sujeto a la depresión que entra y sale de la locura y de las clínicas, a veces un manicomio y que siempre tuvo que vivir al lado de un médico o por lo menos de una clínica.

Allí donde nació, Moguer, un pueblecito de Andalucía donde se conserva su casa repleta de libros y de luz mediterránea, pero donde se nota la ausencia de alguien, Juan Ramón estaba condenado a la infelicidad. Muchos de sus versos demuestran sus sentimientos casi exacerbados hacia el amor. Amaba el amor. Parece que se enamoró de casi todas las mujeres a las que vio, aunque el gran amor de su vida fue esa Zenobia de educación norteamericana que le sumió más aún en su locura. En la locura del que ama sin amor correspondido, del que ama sin esperanza de que un día… Como cualquier hombre.

En "Biografía interior de Juan Ramón Jiménez", el psiquiatra Enrique González Duro descubre algunas pinceladas de lo que fue aquella pasión desesperada del poeta por Zenobia, quien aparentemente no quería casarse con él y que si lo hizo fue tal vez en parte llevada por el prestigio que se desprendía de aquel hombre taciturno y que tan mal sabía reír. Las apariencias apuntan a un fracaso sentimental que el protagonista de esta historia digirió muy mal. Su amor era tan espiritual como carnal, dice el psiquiatra que parece haberle observado tendido en un diván: "Y el poeta se lamentaba de la actitud de su esposa en las relaciones íntimas: ¡Cuánto golpe de sangre aquí en las sienes, /cuánta sal de las lágrimas bebidas, /cuántas estrellas en los ojos ciegos,/para coger… ¡del polvo!/ el beso/ de cada día".

Dios, al que primero quiso, con el que luego se peleó, solo sabría decir cuántas lágrimas derramó realmente el poeta en el altar de aquel mito de mujer que él se había creado con esa tan poderosa fantasía suya. Antes, durante y después de su matrimonio siguió buscando la imagen que en su poesía se había forjado de la mujer perfecta. La mujer que le diera juventud, la que él ya no tenía, salud, la que él perdía a chorros o imaginaba perderla, y esa parte carnal que tal vez su educación religiosa le hizo exagerar hasta el paroxismo del no va más.

Afortunadamente, mientras Zenobia se instalaba como su única mujer, con todos los suspiros y todas las lágrimas del marido, que la adoraba con ese silencio de los grandes dolores, Juan Ramón Jiménez escribía y escribía como un poseso. Y entraba en guerras a veces estúpidas pero siempre geniales contra algunos poetas a los que acusaba de tenerle envidia.

Además de Lorca y Alberti, por su camino se cruzaron personajes como Ruben Darío, que admiraban ya entonces a aquel poeta que a los 18 años era un personaje que prometía lo que luego dio de sí. De no haber sido su familia de posición acomodada, es posible que hubiese terminado como el pintor holandés Vicente Van Gogh, aullando por una calle sucia de un barrio perdido de un pueblo sin nombre tras haberse cortado una oreja por el desamor de una prostituta. Pero como Juan Ramón Jiménez era mucho más apasionado que el impresionista, es de temer que se hubiese cercenado directamente la yugular. Por algo era un señorito andaluz

Siempre me ha intrigado el ostracismo en que se tiene en España al que sus mayores reconocen como el poeta más importante de la lengua española. Ocurría igual cuando había un gobierno de izquierdas que ahora que gobierna uno de centro-derecha. El mismo olvido, el mismo desdén. Casi cabría explicarlo con la simpleza baturra de la incomprensión y del radicalismo: "Nadie se acuerda de él porque no era homosexual y tampoco fue un militante puro y duro de izquierdas".

A la primera aseveración no sabría qué contestar, aunque es verdad que en España menos se peca de "normal" y más posibilidades se tiene de triunfar. A la segunda, ya es otra cosa. Juan Ramón siempre se declaró republicano y como tal fue reconocido. Y si se marchó a América –de La Habana a Puerto Rico pasando por Buenos Aires—fue precisamente porque no le gustaba la dictadura que se avecinaba y que se afincó con Francisco Franco durante cuarenta años.

Entonces, ¿cómo explicar ese olvido pasmoso? Yo, que me considero andaluz de corazón, descendiente de aquellos árabes que durante siete años dejaron en estas tierras la cultura y el saber vivir que no existía en el resto de la Península ni de Europa, me atrevería a asegurar con la misma simpleza baturra: Juan Ramón Jiménez nació estrellado, marcado para el olvido, para la soledad que tuvo que beber hasta el hastío en su destierro voluntario y puertorriqueño.

Ay, España, que celebras más infinitamente un gol metido en un asfalto de hierba recién cortada que cualquier palabra bonita. Y si además escribe usted versos, olvídese de la vida, Muérase y trate de resucitar en el pellejo de uno de esos multimillonarios con botas de pieles preciosas que el Real Madrid ficha por esos millones que un escritor no podría ganar en varias vidas de constante parto de creación desesperada.

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